21 may 2013

El abandono humano

Imagen animada a modo de leyenda 

Por: Carlos B. González Pecotche
Artículo publicado en Revista Logosófica en julio de 1943 pág. 17


Se hallaba cierto día un viejo sabio hojeando un gran libro en el cual estaba consignada toda la historia del mundo, y a medida que se internaba en el estudio de sus páginas,
vio cómo las letras desaparecían y, en su lugar, se reproducían en detalle cada uno de los acontecimientos que en el curso de la historia fueron señalando esos grandes momentos por que hubo de pasar la humanidad. 

Recorriendo a través de las épocas, mirando lo que el hombre hizo y quiso hacer, se encontró con que al final de cada capítulo, las palabras se perdían en un espeso laberinto de pensamientos, culminando muchas veces en la desesperanza y el extravío. 

En todos los tiempos, hubo de sentirse la necesidad de alcanzar algo que llenase las aspiraciones de la especie humana; de ahí que en tantas oportunidades se intentase construir un gran edificio que pudiera servir de amparo a la civilización. En él los hombres debían preparar sus espíritus conquistando aquellos conocimientos que habían de darles una felicidad permanente. 

Para lograr esa aspiración, buscaron por doquier todos los elementos que por aquel entonces vieron más convenientes, pero siempre hubieron de encontrarse con grandes tempestades que convertían esos edificios en escombros. 

Y los hombres, perdidos y diseminados por el mundo, continuaron en medio de la desorientación y el desamparo, como llevados por un destino desconocido del cual no podían librarse. 

Vio el sabio en medio de esas páginas, aparecer una multitud de curiosísimos motivos surgidos de la mente humana y disiparse sin que nadie pudiera saber por qué; motivos que le daban la impresión de ser despojos de almas que habían habitado la Tierra, y cuyos esfuerzos por alcanzar algo que no pudieron concretar ni realizar por falta de quien guiara al alma ansiosa a través del largo andar por el mundo, quedaron así, como un recuerdo. 

Miras, tal vez bordeadas de ilusiones, que tuvieron por objeto llegar a satisfacer una de las tantas aspiraciones que el hombre suele tener cuando percibe que dentro de él hay algo más de lo que su propio ser aparenta. 

A medida que se internaba en las páginas del libro, vio que sólo quedaban de las antiguas razas humanas meros vestigios y uno que otro rasgo prominente con que poder reconocerlas, reunidos al excavar ruinas y extraer parte de esos objetos que son partículas denunciadoras de sus costumbres y llevan el sello de la evolución alcanzada por cada una de ellas. 

Observando esas ruinas históricas, analizando los esfuerzos hechos por las razas que las poblaron, examinando los rasgos que evidenciaban hasta dónde habían cultivado sus mentes, el sabio encontró que, a pesar de haber recorrido más de una vez el mundo esa palabra luminosa, ese Verbo soberano que iluminó de tanto en tanto la mente de los hombres, la conciencia humana no había conseguido aún los conocimientos que la harían trascender para siempre ese estado incierto y hasta miserable en que se debate la humanidad desde los albores de su existencia. 

Al aproximarse a las fechas ligadas a nuestros días, vio cómo la vista humana se hallaba endurecida por la visión de las cosas externas, y cómo el ser, en el correr de los siglos, había olvidado casi totalmente el cultivo de su vida interna, no sólo despreocupándose de ella, sino que su vista y sus oídos fueron dirigidos constantemente hacia lo externo. Así fue como la mayoría vivió a expensas de lo externo; es decir, para lo externo y de lo externo. 

El sabio, entonces, pensó: si desde los primeros días hasta aquí, pudo escribirse este libro, ¿por qué no he de escribir yo sobre la vida de los hombres otro más grande, comenzando desde la última página de ese libro que se llama Historia del Mundo? 

La empresa era enorme y ardua. Llamó a unos cuantos consejeros, y éstos le dijeron que no se aventurara porque apenas transcurrieran unos meses se habría convencido del fracaso. Preguntó a las estrellas y le guiñaron los ojos, como significándole: "Esa obra no es para los hombres". Preguntó a la luna y ésta palideció de espanto, como diciendo: "Es tan arriesgada esa empresa que más vale no pensar en ella". Y así fue interrogando a cada uno de esos seres que por su luz aparentan tener una gran inteligencia, y todos le respondieron en más o menos iguales términos; vale decir, llenaron de tristes profecías su vida. 

A todo esto, la obra ya había nacido en lo más interno de su ser. Se había propuesto hacerla y comenzó por trazar los cimientos del edificio que habría de construir. 

Atraída por la curiosidad, se llegó al lugar mucha gente que con extremado escepticismo e ironía le preguntaba qué era lo que iba a hacer y de qué medios se valdría para llevarlo a cabo. 

Todos le daban consejos, y el sabio, sobre cada uno de los que se aproximaban hacía profundos estudios, dándole la impresión de que eran como la cal y la tierra romana, elementos que utilizaba, pues le servían para ponerlos entre los ladrillos. 

Y mientras todos se divertían en la creencia de que lo hacían a su costa, él continuaba imperturbable levantando su obra, cuyo proyecto a nadie había confiado. Hasta hubo quienes le tiraban piedras con ímpetu agresivo, mientras otros le mezclaban la tierra con la cal. 

Cuando apareció la primera pieza fue un día de tremendo frío. Muchos quisieron cobijarse dentro de ella, y, justamente, los que más se habían burlado y reído fueron los primeros en querer gozar del calor de su pequeño pero cómodo ambiente. 

Así continuó, infatigable, la obra, hasta levantar las paredes del edificio por encima de la estatura humana, obligando de esta manera al género rebelde, a mirar hacia arriba y verle trabajar en lo alto. 

Si miramos ahora el fondo de la imagen descrita  encontraremos que el constructor de la obra era un viejo sabio que abría las puertas de una alta escuela para acoger en su seno y enseñar el verdadero camino a cuantos se habían extraviado en los múltiples senderos que se pierden por el mundo. 

La curiosidad, modalidad tan común, que siempre transparenta los ocultos resquicios del pensamiento inquisidor, aproxima a los seres, quizá más a los que están predispuestos a negar que a aceptar. La suficiencia personal, que es producto de la sobreestimación propia, es condescendiente al aguijón de la curiosidad y cede a sus impulsos con todas las apariencias de la indiferencia. Pocas veces se detiene el hombre a pensar, por lo menos no parece preocuparle tal cosa a juzgar por la conformidad que se refleja en su actitud, en lo que podría agregar a lo que ya ha alcanzado a saber, lo cual siempre sería oportuno. Por lo general, le interesa aquello que puede saber circunstancialmente y que no le demanda más tiempo ni más trabajo que el que se requiere para enterarse. 

Tarea harto difícil, pues, es la de hacer comprender al ser humano la trascendencia que ha de implicar para su vida el acopio de conocimientos para el mejoramiento de sus condiciones morales, intelectuales y físicas, sobre todo, frente a su indiferencia, propiciada por la propia negligencia mental, tan común, especialmente en el tipo medio e inferior de las clases sociales. 

Ardua había de ser, por tanto, la magna obra emprendida, máxime si se tiene en cuenta que nada hay más rebelde ni reacio que el elemento humano, aun cuando nada es más dócil que él ni se une con mayor facilidad, cuando ve que puede disfrutar de aquello que en un principio juzgó, equivocadamente, una quimera. 

Ha pasado el tiempo, y el viejo sabio, hoy como ayer cuando hojeaba las páginas de aquel gran libro, continúa su labor imperturbable, y la continuará a través de los siglos con el mismo amor y entusiasmo del primer instante, aunque se piense o hable de él cuanto puede ocurrírseles a las mentes que le observan. La perseverancia del tiempo sobre el hombre hace que éste envejezca; en cambio, si el hombre persevera sobre el tiempo, detiene su vejes y permanece en una juventud eterna.

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